El curso 2024-2025 ha estado marcado por las crecientes movilizaciones protagonizadas por los trabajadores de la enseñanza en diferentes comunidades autónomas, como Asturias, Cantabria, País Vasco o Madrid. Mientras tanto, da la impresión de que la educación castellana y leonesa vive ajena a toda reivindicación. La realidad, sin embargo, es que las conversaciones en claustros, salas de profesores, pasillos y departamentos arrojan un estado de ánimo muy distinto a la indiferencia; hay un profundo descontento por la educación en general y por nuestras condiciones laborales en particular.
Nuestra educación, como servicio público, sufre un contexto generalizado de recortes, infrafinanciación, externalizaciones y liberalización a través de la denominada “colaboración público-privada”. Esta situación no es ni azarosa ni exclusiva de la enseñanza, sino una constante en sectores con participación pública, como el ferroviario —marcado por la infrafinanciación en el mantenimiento, la reducción de plantillas, la generalización de subcontratas, la entrada de operadores privados y el consiguiente empeoramiento del servicio—.
En el caso de la educación pública, los efectos de esta infrafinanciación y del fomento encubierto de la privatización se manifiestan por doquier. Cabe destacar, en primer lugar, el aumento constante de la partida presupuestaria que la Junta de Castilla y León destina a los conciertos con entidades privadas, mientras la financiación de nuestros centros públicos lleva años congelada. Asimismo, en los últimos años se ha producido el incumplimiento de plazos y cuantías en las transferencias a las cuentas de los centros para gastos básicos (calefacción, fontanería, mantenimiento esencial); ni que decir tiene la inviabilidad de iniciativas extraordinarias (talleres, jornadas o concursos). Ahora, toda actividad se subordina a la competencia con otros centros por proyectos de dudosa efectividad y trayectoria pedagógica.
Esta tendencia es también visible en la limitación —cuando no disminución— de la oferta pública de plazas; en el aumento de centros de educación privados, sobre todo en Formación Profesional; y, en lo que respecta al currículo, en su vinculación con las necesidades del mercado laboral bajo el prisma del emprendimiento, la competencia y el individualismo, en detrimento de una formación integral, holística y social.
Los trabajadores de la enseñanza también padecemos este proceso: las exigencias legislativas devienen en sinsentidos para la vida de los centros, los medios son insuficientes para atender la diversidad del alumnado, el gasto se destina a iniciativas de dudosa necesidad, los departamentos carecen de medios, se superan generalizadamente las 17 horas lectivas —cuando la ampliación hasta las 19 debería ser extraordinaria—, no se cubren las bajas de los compañeros, se fomenta la entrada de empresas privadas en la gestión informática y en programas de evaluación, y una creciente burocracia consume buena parte de nuestro tiempo sin revertir positivamente en lo pedagógico. En suma, es el apoyo mutuo entre compañeros lo que, a menudo, saca el trabajo adelante. ¿Por qué no emplear esta misma fuerza y este compañerismo para reivindicar colectivamente una enseñanza pública digna?
Ahora bien, no nos engañemos ni busquemos chivos expiatorios en uno u otro nivel de la jerarquía. Los artífices de este proceso —materializado en decretos autonómicos, reales decretos y leyes orgánicas— no tienen una única adscripción. Tanto el Gobierno y el Ministerio de Educación como la Junta y su Consejería se muestran objetivamente alineados en acometer estos cambios en el sistema: segregación del alumnado, precarización laboral e infrafinanciación. En definitiva, se aplican criterios de gestión capitalista a un derecho fundamental como la educación, para convertirla en un negocio rentable asistido por la administración y financiado con nuestros impuestos (como ya ocurre con la “gratuidad” de la educación de 0 a 3 años en CyL).
Comienza ahora el nuevo curso 2025-2026, tras un año en el que todos estos problemas han estado presentes en el día a día de nuestros centros. Por eso, la comunidad educativa no puede engañarse: solo a través de la organización y la movilización en los centros —impulsada en primer lugar por los trabajadores, y seguida por el alumnado y las AMPAS o familias— podremos revertir la estratificación, la precarización y la infrafinanciación de nuestra educación pública.
En esta línea, interpelamos a las organizaciones sindicales de clase a que sitúen como prioridad estas reivindicaciones económicas, laborales y educativas sobre la mesa. Bajo la máxima de que toda negociación y toda conquista de mejoras debe asentarse sobre la movilización de las plantillas en los centros de trabajo. La movilización es la única forma de enfrentar eficazmente los problemas del sistema educativo; por ello, debemos retomar las herramientas de lucha que históricamente han servido a los trabajadores para lograr victorias. Esta apuesta debe, además, hacer partícipes al conjunto del profesorado en los procesos de negociación de sus condiciones laborales, implicándonos como agentes activos en la reivindicación y denuncia de la situación actual.
La negociación en la Mesa Sectorial de Educación sin una movilización que la respalde solo puede reportar concesiones temporales, fácilmente incumplibles o varadas sin ejecución presupuestaria, como ya sabemos. La mejora de la educación pasa por la movilización en los centros, por la toma de conciencia de nuestro papel como trabajadores y por la participación activa en la organización de la respuesta frente a planes educativos ajenos a los intereses de toda la comunidad educativa.