Eduardo Corrales en El Común | 2 de abril, 2020
Desde el viernes 13 de marzo, cuando Pedro Sánchez anunció que el Gobierno declararía el estado de alarma por la crisis del COVID-19, hasta el sábado 28 de marzo, cuando dio a conocer la paralización de todas las actividades no esenciales, el Presidente del Gobierno compareció en cinco ocasiones por televisión y dos más en el Congreso. En 15 días han sido, por lo tanto, siete sus comparecencias formales. No son pocas. Y es pertinente que así sea en una situación como la actual. La población tiene derecho a estar informada de lo que está ocurriendo. El problema es que lo que Pedro Sánchez hace cuando comparece, lo mismo que ocurre cuando comparecen los ministros de su gabinete, difiere bastante de cumplir con el deber de informar verazmente a la población. La política comunicativa del Gobierno durante esta crisis está siendo, en casi todos sus aspectos, bochornosa. Y no solo por sus evidentes errores —como las reiteradas dilaciones tras las reuniones del Consejo de Ministros—, sino por sus calculadas ambigüedades y su perversión del lenguaje.
La estrategia comunicativa que ha adoptado el Gobierno atiende diversos objetivos y, en consecuencia, desarrolla diversas tácticas o métodos. Tiene dos grandes frentes abiertos, por un lado ha de minimizar los ataques de la oposición y de ciertos grupos mediáticos, y por otro lado ha de mantener una opinión pública medianamente favorable o al menos aquiescente entre la mayoría trabajadora.
La fragilidad derivada de la naturaleza de coalición del Gobierno complica sobremanera su estrategia comunicativa en todo lo que se refiere a proyectar una imagen de fortaleza y estabilidad, y ese es el eje de flotación que la oposición y la prensa más conservadora están atacando sin misericordia y haciendo gala de un falta de ética si cabe mayor que la del Ejecutivo. Sin embargo, la coalición gubernamental sí está mostrando una cierta unidad de acción, o al menos de mensaje, en lo que tiene que ver con el anuncio de aquellas medidas que más afectan al día a día de los trabajadores, y significativamente con las medidas de carácter laboral.
Para sobrevivir, el Gobierno está poniendo en práctica unas tácticas comunicativas entre las que cabe destacar: la modificación del contenido en una cadena que va de la filtración periodística a la publicación oficial; la sobresaturación de mensajes y puestas en escenas institucionales a fin de proyectar una imagen de transparencia y control; el ensordecimiento de mensajes simultáneos; y la perversión del lenguaje, mediante el recurso a eufemismos y a inferencias positivas o incluso tergiversadoras de determinados conceptos en el actual contexto.
La primera de las líneas comunicativas del Gobierno para ocultar y confundir sobre el significado real y consecuencias de determinadas medidas aprobadas en la actual crisis, especialmente en el campo de la legislación laboral, responde a la vieja enseñanza que dejaba aquel juego infantil del “teléfono escacharrado”. Cuanto más compleja e indirecta se vuelve la vía de comunicación, más se desvirtúa el mensaje original. El Gobierno está aplicando, consciente y ventajosamente, esta lógica. El método consiste en la filtración inicial a la prensa de determinadas medidas, poniendo el acento en la protección sobre la mayoría trabajadora. De esta filtración se pasa al anuncio oficial por parte de un cargo del Gobierno, que puede ser el Presidente o más habitualmente una de sus ministras o ministros; en este anuncio el contenido ya difiere con respecto a lo filtrado a la prensa. En un tercer paso, tras reunión del Consejo de Ministros, se informa de los acuerdos del mismo, que también suelen diferir de lo anteriormente comunicado. Y finalmente se publica en el BOE la letra exacta de lo aprobado, terminando por esclarecer las sombras y desmentir, en muchos casos, el primer anuncio. El paso por todos estos niveles va filtrando la información inicial de tal manera que nada tiene que ver con lo expuesto en un primer momento. El resultado es de confusión sobre lo realmente establecido. Y, en muchos casos, el Gobierno se beneficia del contenido del primer mensaje lanzado, que permanece fijado por su carga positiva.
La omnipresencia mediática del Gobierno o de los comités técnicos encargados de la crisis persigue objetivos en los dos frentes abiertos: el de contrarrestar las críticas de la oposición por falta de transparencia, y el de proyectar una imagen de control y responsabilidad hacia la opinión pública. Sin embargo, la acumulación, cuando no simultaneidad, de mensajes desde diversas tribunas contribuye a un ruido mediático institucional en el que la letra pequeña de muchos medidas pasa desapercibida. Tomemos un ejemplo: el anuncio de supuesta prohibición del despido, hecho por la ministra de Trabajo el 27 de marzo, se terminó acoplando con el anuncio de paralización de las actividades no esenciales hecho por el Presidente del Gobierno el día 28; ambos mensajes, emitidos en un tono de solemne inflexión, terminaron por ensordecerse mutuamente, favoreciendo la correcta comprensión de lo que realmente implicaban las medidas adoptadas.
Y por sobre todo, de manera transversal: la perversión del lenguaje. De manera muy hábil el Gobierno está jugando con las palabras para que se infiera de determinados mensajes una positividad hacia la mayoría trabajadora que no es tal. Para verlo, sigamos con los casos de la “prohibición del despido por causa del coronavirus” y el “permiso retribuido recuperable” que regula el Real Decreto-ley 10/2020, de 29 de marzo.
La declaración solemne y aguerrida de la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, asegurando que el Gobierno “prohibía el despido por causas relacionadas por el coronavirus” se puede considerar ya una falsedad en toda regla. La publicación del Real Decreto-ley 09/2020 desvela que la prohibición no es tal. No se prohibe el despido, sino que se considera improcedente, por lo que, en la mejor de las lecturas, lo que ocurre es que se encarece. Por lo tanto, las empresas sí podrán seguir despidiendo mientras dure la crisis. Pero aún hay más enmienda que hacer a la pretendida trascendencia del anuncio del Gobierno, pues la medida real del encarecimiento del despido afecta a una escasísima proporción de la clase trabajadora, al no contener la norma efecto retroactivo y haberse aprobado en un momento en el que la mayoría de empresas ya han procedido a prescindir de gran parte de sus fuerzas productivas.
Pero quizás el caso más grave y sutil de perversión del lenguaje se ha dado con la aprobación del llamado “permiso retribuido recuperable”. Por definición, ‘permiso’ es un «período durante el cual alguien está autorizado para dejar su trabajo u otras obligaciones». Autorizado. No obligado. Y en el caso actual, los trabajadores se ven obligados por fuerza mayor y ajena a ellos a dejar su trabajo. El ‘permiso’, referido en términos laborales, ha de entenderse por lo tanto con categoría de derecho. ¿Qué derecho se devuelve o se paga por ejercerlo? Este “permiso” será «retribuido», dice el Gobierno, antes de decir que también será «recuperable». ¿Cómo no va a ser retribuido? ¡Si nos están diciendo que tendremos que recuperarlo! No se retribuye el supuesto «permiso», sino el trabajo. El Gobierno, al elegir cuidadosamente estas palabras, «permiso retribuido», aprovecha su carga positiva para vestir como protección laboral algo que es justo lo contrario: una deuda más sobre las rentas del trabajo para que asuman éstas en los próximos meses los costes de la crisis económica. Y al fin, la tergiversación sobre el sentido del necesario adjetivo final: «recuperable». ¿Quién recupera qué? Si el trabajador paga con sus horas de trabajo lo que se dejó de producir por una causa ajena a él… ¿está recuperando algo o perdiéndolo?
En lo que tiene que ver con la utilización del lenguaje habría mucho que analizar, desde el uso de un léxico bélico a la abstracción de la tragedia. La curva de contagios, por ejemplo, parece haber cobrado viva propia. El Gobierno —aquí secundado por todos los grandes medios en su cara más sensacionalista y simplificadora— se refiere a ella como si se tratara de un ser vivo, o un ser muerto, o algo más allá de nosotros en todo caso, un monstruo. Ha dejado de ser una consecuencia para adoptar personalidad de causa. La curva ya no es un reflejo cuantitativo de la tragedia, sino el mal en sí mismo. Es la forma última y amenazante que ha tomado el virus, convertido en gigante, en un demogorgon que devora cada día cientos de vidas. Vencer la curva. Doblegar la curva. La curva, así presentada hasta la saciedad, no busca otra cosa que tratar de ocultar su significado real: el gráfico de lo que supone la privatización de la sanidad, de lo que supone todo un sistema basado en el beneficio privado. Convertir la curva en una abstracción monstruosa solo pretende ocultar al verdadero monstruo que le ha dado forma: el capitalismo.
Y al fin, el llamamiento a vencer al monstruo unidos. ¿Unidos quiénes? Surgen entonces, al rescate, las metáforas bélicas. El recurso de la “unidad nacional” será, a buen seguro, el próximo mantra comunicativo que cobrará fuerza según avance la crisis. Mientras tanto, en materia comunicativa el Gobierno seguirá rigiéndose por una sola máxima marxista, pero de Groucho, no de Karl, la que dice que “la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte”, quedando a la espera de lo que diga el BOE.
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